Era una tarde de otoño, a principios de noviembre del año pasado. De tanto hablar nos habíamos quedado mudos. Cogí el libro que llevaba en el bolso -La insoportable levedad del ser, de Kundera- y me senté en tu sofá, derribando un muro entre la intimidad que brindan los libros y tu presencia en la habitación.

Descalza, con los pies apoyados en un sofá estrecho y contigo a mi lado no quise reconocer que hasta las cosas tan nuestras como los libros que leemos y las frases que retenemos también pueden convertirse en destinos inevitables y comunes. Me dio rabia pensar que el placer que había encontrado en la soledad de la lectura era un placer maduro, pero que aquel vuelco en el estómago de compartir habitáculo y caligrafías de ningún modo podría haber sido un goce individual. Apoyé mi espalda en un brazo del sofá y los pies descalzos sobre tus piernas, en una postura aprehendida de alguna película de Rohmer.

Un tímido rayo de sol se posaba sobre la página treinta y nueve de mi libro, me incorporé y me acerqué a la ventana: las nubes se alejaban al sur inevitable. Me contaste que habías visto cómo la puesta de sol en Agra dibuja la silueta del Taj Mahal, y también cómo habías disfrutado de ese momento del día en la Isla Elefantina, sobre una falúa en el Nilo, pero que nunca una puesta de sol te parecería tan bonita como cuando es otoño y todo es horizonte en las llanuras manchegas. Olía en la calle a los primeros leños en las hogueras y la estación de autobuses se llenaba de maletas.


Nuevamente es noviembre en las ventanas, la luz de la lámpara de pie y una manta envejecida evocan tu presencia de nuevo. Entre capítulo y capítulo levanto ligeramente la vista y por el rabillo del ojo me parece intuir la calidez de tus abrazos.

Nuevamente es otoño: hay una línea renga en cada párrafo y una frase bella que nunca se pronuncia, y la lectura tiene la hermosa soledad del ejercicio íntimo. Al levantar la vista me enfrento al mismo paisaje de otros años. De tanto mirarlo nos veo creadores de todas sus aristas, de sus luces, e incluso de los pájaros que emigran; entonces recuerdo aquella tarde de noviembre, como parte de un correlato en que el paisaje  era un marco para la felicidad doméstica. Al igual que la lectura, también observar el paisaje se ha convertido en un plural obligado. Hoy el sofá pregunta por qué le sobra espacio. Si tú no vienes.



No hay comentarios:

Publicar un comentario